Los límites de la violencia es una de las problemáticas más acuciantes para pensar los límites de las comunidades. En tanto toda posición puede ser defendida de forma potencial a través de actos de violencia, la imposición de nuestro criterio sobre el mundo, siempre nos encontramos al borde del conflicto; en tanto animales, siempre estamos abiertos hacia el uso de la violencia para preservar nuestros intereses. Ahora bien, a diferencia de los animales, nuestro uso de la fuerza puede tener usos que trasciendan la mera defensa de nuestros intereses personales: el ser humano puede ser violento por placer. Si además sumamos a ello que establecer una comunidad supone llegar hasta un acuerdo de mínimos, para vivir en sociedad es necesario un garante que asegure no ser agredido por cualquier otro ser humano bajo condición alguna. Ese garante es la policía.
¿Qué ocurre cuando la policía se arroga en su derecho divino, buscando los intereses que emanan desde el poder interesado de las fuerzas fácticas —no necesariamente el estado, también los rangos superiores dentro de la policía misma — , para llevar sus intereses más allá de defender a los ciudadanos? Que entonces no existe comunidad porque queda, de forma automática, disuelta en un estado autoritario que no permite la comunión entre las personas; los únicos que son defendidos son aquellos que comulgan con los intereses policiales, y por tanto los únicos que quedan dentro del sentido comunitario en sí. Volvemos al estado anterior de brutalidad, sólo que empeorado al tener que sumar comunidades de individuos violentos entrenados para aplicar la violencia. He ahí que Tokyo Gore Police, del ya mítico Yoshikiro Nishimura, sea un ejemplo de como la violencia divina acaba siempre teniendo las mismas consecuencias si no se mantiene bajo control: acaban velando, exclusivo, por sus propios intereses internos.
En un futuro distópico, Japón está asolado por un virus creado por un desconocido científico, denominado Key Man, que provoca mutaciones en las personas hasta convertirlos en monstruos psicóticos, conocidos como «Ingenieros», los cuales pueden crear armas con su sangre a partir de sus heridas. La policía de Tokyo, totalmente sobrepasada, está privatizada para así poder sobrellevar los gastos que supone una pandemia incurable que provoca que el número de crímenes violentos se multipliquen exponencialmente con el tiempo. Sólo Ruka, tan habilidosa con las armas como inepta en sociedad, parece tener la llave para derrotar el corrupto corazón del país.
Entre regueros de sangre y mutaciones surrealistas, Nishimura nos ofrece una crítica evidente hacia la situación actual de Japón: la estatalización de la vida diaria. Los «ingenieros», que siguen siendo humanos, son ejecutados, pero, a su vez, también lo es cualquiera bajo sospecha de poder serlo en algún grado; la privatización de la policía, en el más puro estilo 2000 AD del Juez Dredd, convierte a los agentes en jueces, jurados y verdugos de todo cuanto acontece en la sociedad. Con ello consiguen construir una sociedad enferma donde una policía corrupta decide que es «lo normal» y, por extensión mimética, quien debe morir para que los demás vivan. El control de los cuerpos llevado hasta la última consecuencia: decidir sobre la muerte. Ante semejante perspectiva, ni siquiera en Ruka podríamos ver un garante de los derechos sociales: ella actúa contra la corrupción no por conciencia social, sino por venganza. También, claro, ahí es donde se sitúa su giro de tuerca: no existen valores morales por los cuales regir una calibración real de la justicia, sino que llegados hasta ese punto de caos sólo son posibles actos de venganza. La comunidad está condenada
Esta ausencia de valores es extrapolable, en último término, a todos los aspectos de fondo presentes en la película. El ejemplo más sangrante, también por lo irónico del mismo, lo encontramos en el anuncio patrocinado por el estado que intenta evitar que sigan evitando las muertes por seppuku de forma escandalosa que viene acompañado, a su vez, un anuncio vende cutters kawaii para cortarse las venas con estilo, de forma mona. Esta doble moral del capitalismo, aquí extrapolable de forma literal al resto del mundo, es la que una y otra vez se señala como auténtico problema de la consunción de la comunidad: en vez de invertir dinero en lo que se necesita, en lo que la comunidad requiere para crecer pero aún no conoce, se invierte en lo que se quiere, en lo que la comunidad exige para sí ignorante de sus auténticos deseos.
En Japón sigue existiendo la pena de muerte y, además, los interrogatorios policiales son poco menos que torturas semiveladas donde la incomunicación y el hermetismo es casi absoluto. Desde el policía hasta el fiscal pasando por el juez se machaca y destruye al conejillo de indias haciéndole confesar aun estando siempre presente la posibilidad de la muerte; aunque nunca estuviera ahí involucrado. El abogado defensor es una figura casi inexistente, ridícula ‑como nos demostraba, por otra parte, Phoenix Wright‑, impotente ante un sistema que beneficia, exclusivamente, el conseguir una condena a toda costa. Y eso es lo que abomina Nishimura en éste Tokyo Gore Police: la destrucción de la justicia, la monopolización de la violencia del estado por el equilibrio social, en favor de la venganza como interés personal de unos pocos. Porque la diferencia entre la policía privada de Tokyo Gore Police y el sistema judicial japonés, es anecdótica. La venganza es la visión egoísta y cruel de la auténtica justicia.