Si existe un problema filosófico que ha tenido gran peso dentro de la tradición, e incluso hoy no ha hecho más que polarizarse y fragmentarse con los avances técnicos a los cuales nos arrojamos con felicidad, ese es el carácter último de la identidad. Definir cuál es la identidad real de una persona es difícil, más aún teniendo en cuenta que no es unívoca ni permanente. Somos más de una persona. Depende de como podamos interpretar el problema de la identidad no cambiará sólo nuestra perspectiva de las personas particulares, sino también el paradigma socio-político en el cual nos movemos; conocer la fluidez o fijeza de la identidad determinará nuestra perspectiva de la realidad social. Estamos, por necesidad, determinados por nuestra visión de la identidad.
Resulta evidente lo anterior desde la perspectiva de Thierry Jonquet en Tarántula, que ha sido trasladada al cine de forma libre por Pedro Almodóvar en La piel que habito —con tanta libertad que, aunque respeta trama y forma, es más próxima a la problemática desarrollada en Les yeux sans visage—, en tanto nos presenta una manera radical de vislumbrar la identidad humana. A través de una narración fragmentada, sólo en primera apariencia inconexa, que acaba confluyendo en una linea temporal común que clarifica todo en un punto determinante de la historia, haciendo así del cuerpo (literario) la misma búsqueda de identidad que practica su protagonista en el cuerpo (físico), vamos adentrándonos en la identidad fragmentada de un joven cuya psicología es convertida contra su voluntad al tiempo que lo hace su cuerpo. Los juegos de violencia y sexualidad extrema se suceden con celeridad, sin pausa, aconteciendo todo por las ironías de una fortuna dada al capricho; la identidad del hombre se dirime en tanto por cómo es reflejado por los otros. Aquí, de forma literal.
Conocer hasta que punto están involucrados los personajes en los acontecimientos resulta, en último término, una incógnita. El mad doctor Richard Lafargue crea una tela de araña donde Viviane y Ève son los objetos de su tortura y sufrimiento; del mismo modo, Tarántula va destruyendo con parsimonia a Alex. Frágil telaraña la suya, que sólo necesita de un delincuente tirando del hilo para hacer que se colapse sobre sí misma. ¿Qué es la identidad si no eso? Una telaraña donde las conexiones con los otros nos definen, produciendo que seamos aquello que nos hacen ser en relación con los demás, más allá de cualquier categorización biológica que nos determine. No somos de uno u otro modo por nuestros genitales o cerebros, sino por aquello en que evolucionan y los hacemos evolucionar. No somos lo que comemos, somos de lo que podemos alimentarnos.
En Tarántula no existe género o sexualidad, siquiera la posibilidad de su fluctuar, que medie como un entendimiento a través del cual poder definir una identidad prefijada de antemano. Los personajes se encuentran descastados de sus formas físicas, aquellos que desde niños se suponía les definían, en una significación de corte psicosocial; aunque sigan siendo ellos mismos por aquello que son mentalmente, en tanto sus relaciones con los otros han cambiado: ellos son otros. No otros ajenos de sí mismos, pero sí diferentes. Si entendemos que además esas otredades no son sólo personas, sino también cuerpos e ideas —nadie es el mismo cuando su cuerpo cambia entre estados, de «pene» a «vagina» o de «gordo» a «delgado», porque la relación con uno mismo cambia; del mismo modo, simpatizar con unas u otras ideas determina también aquello que somos — , entonces podemos ver que el problema de fondo es que no existe una identidad prefijada en nuestro interior. Fluctúa, cambia, y siempre somos la misma persona: en el fondo, nada germina en nosotros si no estaba allí ya de entrada.
Jonquet consigue ese efecto jugando con maestría en dos niveles bien diferenciados: el de la percepción de los personajes y el de la percepción del lector. Mientras que los personajes se van definiendo por la percepción que tienen entre sí los unos de los otros, el lector los define y descubre aquello que son, de base, inaterable en tanto puede juzgar aquello que no varía según cambian aquellos: la identidad humana se define a través de la percepción que tenemos de cada entidad particular.
Sólo si somos capaces de separarnos lo suficiente y juzgar con datos cosechados a través del tiempo, podremos ver aquello que es de forma auténtica una persona. Incluso si la persona más difícil de entender en sí misma y sus relaciones es, en último término, aquella que nosotros somos.
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