la sociedad es tróspida

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Si la so­cie­dad es un mal ne­ga­ti­vo de la mis­ma con­di­ción hu­ma­na la te­le­vi­sión es un trós­pi­do re­fle­jo de esa mis­ma so­cie­dad. Así no de­be­ría ex­tra­ñar­nos que el pro­gra­ma más ha­bi­tual en la te­le­vi­sión sea Sálvame y sus re­fri­tos y co­pias: el es­pa­ñol me­dio es, en sus tér­mi­nos más os­cu­ros, un mal pí­ca­ro que gus­ta de in­mis­cuir­se en la vi­da aje­na. Por eso na­die le ex­tra­ña que el el co­rre ve y di­le y la cruel­dad ha­cia el otro sea uno de los de­por­tes más prac­ti­ca­dos en te­le­vi­sión. Y de eso tra­ta Mama es bo­ba de Santiago Lorenzo, pe­ro an­tes per­mí­tan­me con­tar­les una his­to­ria local.

Hará unos diez años en una tv lo­cal du­ran­te la ma­dru­ga­da se emi­tían pro­gra­mas de lla­ma y ga­na pe­ro, le­jos de los ob­je­tos se­xua­les que se ha­cen lla­mar pre­sen­ta­do­res de aho­ra, su pre­sen­ta­dor, Oscar Vidal, era un hom­bre me­nu­do, cal­vo y bas­tan­te ri­dícu­lo pa­ra los cá­no­nes co­mu­nes. Su des­cu­bri­mien­to por par­te de los ciu­da­da­nos de la ciu­dad lle­vó, pro­gre­si­va­men­te, a crear una nue­va afi­ción tan ab­sur­da co­mo pa­té­ti­ca: lla­mar pa­ra in­sul­tar al pre­sen­ta­dor. Los más va­ria­dos in­sul­tos vo­la­ban allí, des­de men­tar a su des­co­no­ci­da ma­dre has­ta el clá­si­co in­sul­tar su alo­pe­cia, los más atre­vi­dos ma­rea­ban la per­diz pa­ra aca­bar en una ai­ra­da pro­fu­sión de in­sul­tos cuan­do el pre­sen­ta­dor ba­ja­ba la guar­dia. Lentamente su po­pu­la­ri­dad fue en au­men­to y, más aun, des­pués de aca­bar llo­ran­do en di­rec­to des­pués de las con­ti­nua­das ve­ja­cio­nes ver­ba­les que su­fría de dia­rio en su pro­pio pues­to de tra­ba­jo. Siempre vol­vía, ja­más de­ja­ba pa­sar un día sin su pre­sen­cia, una se­ma­na sin un nue­vo in­sul­to; él era El Calvo Cabrón. Finalmente, un día des­apa­re­ció sin de­jar ras­tro y na­da más se su­po de él; se con­vir­tió en le­yen­da. Y vien­do Mama es bo­ba cual­quie­ra di­ría que Santiago Lorenzo qui­so ha­cer un ho­me­na­je de es­te pe­cu­liar per­so­na­je in­ter­ac­ti­vo pre-youtube, del pio­ne­ro del bull­ying digital.

En Mama es bo­ba nos na­rra la his­to­ria de una fa­mi­lia de cla­se media-baja con pro­ble­mas eco­nó­mi­cos que no re­sul­tan del agra­do de nin­guno de sus coe­tá­neos; las in­su­fri­bles bro­mas y el ca­rác­ter bo­na­chón de Gema y Toribio irri­ta a cuan­tos les ro­dean. Incluido su pro­pio hi­jo, Martín, quien se abo­chor­na de sus pa­dres. Pero si ellos se es­ca­pan del mun­do en­tre ri­sas, es­cu­dán­do­se uno en el amor del otro, Martín só­lo pue­de es­con­der­se es­cul­pien­do pe­que­ñas fi­gu­ras en go­mas de bo­rrar es­pe­ran­do pa­cien­te­men­te el mo­men­to en que otro chi­co de su cla­se le hu­mi­lla­rá y mal­tra­ta­rá. Todo va a peor cuan­do lle­ga una te­le­vi­sión lo­cal, Tele Aquí, don­de con­tra­tan co­mo pre­sen­ta­do­ra a Gema pa­ra reír­se de ella e ir ha­cien­do una in­men­sa bo­la de nie­ve en la cual, hu­mi­llan­do a Toribio y a ella a la vez, to­do aca­ba en de­sas­tre. La des­truc­ción de el otro, del di­fe­ren­te, es al­go co­mún que su ca­na­li­za­ción den­tro de los ca­na­les de di­fu­sión ma­si­va es co­mún; es­to y no otra co­sa es lo que exi­ge la gen­te. Así es­ta his­to­ria dig­na de Solondz nos ha­ce reír in­có­mo­dos, ha­cién­do­nos sen­tir cul­pa­bles al ser cóm­pli­ces de la des­gra­cia de una fa­mi­lia que su­fre tan­to di­rec­ta (Martín) co­mo in­di­rec­ta­men­te (Gema y Toribio) Somos ver­du­gos tá­ci­tos en el dra­ma de la disfuncionalidad.

¿Y co­mo se lu­cha con­tra el mun­do cuan­do se es un en­te dis­fun­cio­nal? Aceptando su con­di­ción y ha­cien­do de ella su pro­pio pla­to fuer­te. Pronto Martín des­cu­bre que ser ca­paz de ha­cer pe­que­ñas obras de or­fe­bre­ría con go­mas le pro­vee un ami­go aun cuan­do su si­tua­ción si­gue sien­do la de un au­tén­ti­co pa­ria. Pero Santiago Lorenzo aca­ba re­tra­tan­do es­to mis­mo en to­dos los as­pec­tos de la pe­lí­cu­la. Cada es­ce­na, ca­si ca­da plano, tie­ne al­gún de­ta­lle ab­sur­do, al­gún pe­que­ño gran plano don­de se ha rea­li­za­do una la­bor de or­fe­bre­ría ti­tá­ni­ca, ab­sur­da. El mis­mo Santiago ha­ce fi­gu­ras y mue­bles de mi­nia­tu­ra que, des­pués, apro­ve­cha­ría ya sea en su ver­sión mi­nia­tu­ri­za­da o en re­crea­cio­nes a ta­ma­ño na­tu­ral pa­ra los es­ce­na­rios de la pe­lí­cu­la. Totalmente des­pro­vis­tos de cual­quier sim­bo­lis­mo a prio­ri pa­re­cen ser un me­ro aña­di­do, un apro­ve­char lo que ya es­tá he­cho pa­ra dar­le al­gún ti­po de sa­li­da dig­na, pe­ro de­trás hay más que eso. En cier­to mo­do Santiago es co­mo Martín, un jo­ven dis­fun­cio­nal que sien­te que no en­ca­ja y rehu­ye el mun­do así, a tra­vés de un ig­no­to pe­ro fas­ci­nan­te ar­te. El uso de ca­da pie­za bi­za­rra ‑aten­dien­do a su acep­ción de ex­tra­ño pe­ro tam­bién de valiente- es un pu­ñe­ta­zo en los mo­rros a la so­cie­dad, a la fun­cio­na­li­dad de una so­cie­dad que ha­ce de­ma­sia­do que de­jó de fun­cio­nar real­men­te. Los ta­ra­dos so­cia­les no son ellos, son los demás.

Aun con to­do el fi­nal es una son­ri­sa ama­ble, una pal­ma­di­ta en la es­pal­da y una es­pe­ran­za de fu­tu­ro que Solondz ja­más se ha­bría per­mi­ti­do. Después de una can­ti­dad in­to­le­ra­ble de hos­tias dan un gi­ro ra­di­cal y si­guen ha­cia ade­lan­te, es­pe­ran­do un fu­tu­ro me­jor que, asu­mi­mos, es pro­ba­ble que les lle­ga­rá por me­re­ci­do. Jamás po­dre­mos sa­ber que ocu­rrió pe­ro lo que es se­gu­ro es que Santiago Lorenzo re­tra­to la co­ti­dia­ni­dad del mal­tra­to so­cial al di­fe­ren­te, al in­me­dia­ta­men­te otro. Y hoy só­lo ha cam­bia­do el ni­vel y los me­dios pa­ra ha­cer­los, pe­ro en nin­gún ca­so los métodos.

4 thoughts on “la sociedad es tróspida”

  1. Qué cier­to lo de la com­pa­ra­ción con Solondz. Haz una en­tra­da so­bre Happiness o Bienvenidos a la ca­sa de mu­ñe­cas al­gún día en el blog y me ha­rás fe­liz <3

  2. Es que Santiago Lorenzo le da un to­que muy pro­pio de Solondz en la de­ca­den­cia de esa so­cie­dad per­tur­ba­da y una fa­mi­lia fe­liz pe­ro que, la mi­res por don­de la mi­res, es com­ple­ta­men­te dis­fun­cio­nal. Y al­gún día lo ha­ré pe­ro no de mo­men­to, yo ten­go que to­mar­me las ra­cio­nes Solondzianas con bas­tan­te tiem­po en­tre una y otra. Y a po­der ser, acompañado.

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