No existe nada nuevo en el pensamiento de lo útil. Desde tiempos inmemoriales se matan a los niños que nacen inútiles para sus labores —entendiendo por ello una amplia perspectiva de acontecimientos dependiendo del contexto: desde no tener piernas hasta ser mujer, lo que se considera «inútil» depende de las coyunturas económicas de cada cultura— del mismo modo que se abandona a los ancianos en los montes o en residencias por no ser nada más que un estorbo; quien no produce no vale nada, porque el único valor posible es aquel que se da a través de la utilidad de las cosas. Quien no genera capital económico, produce gasto. Cuando nos obcecamos en la posesión apuñalamos nuestra humanidad para abrazar la posibilidad de la posesión, de ampliar nuestro capital, incluso si eso no significa vivir mejor o más apaciblemente; no se buscan mejores condiciones de vida, ni siquiera una buena vida, sino el hecho mismo de poseer más de lo que sea tenía antes incluso si es, irónicamente, una posesión inútil.
Cuando decimos «útil», sin embargo, queremos decir «que genera beneficios mercantiles de alguna clase». Bien es cierto que podríamos defender lo inútil desde dentro de la economía de la utilidad aduciendo que la cultura genera dinero y empleo a través de la industria cultural —cosa que defiende Ordine, aunque sea una concesión errada dentro de su discurso — , pero incluso entonces estamos abordando la problemática desde una óptica que contamina nuestro acercamiento hacia la misma; si consideramos la cultura desde el beneficio inmediato, del dinero que puede generar, daremos salida no a las obras más interesantes o beneficiosas, sino a las más rentables. Y rentabilidad no es sinónimo de calidad. Eso no significa que buscar el beneficio sea negativo per sé, sino que esa no debe ser la principal función de la cultura: nadie es menos artista por crear pensando en el dinero, pero sí por poner la rentabilidad por encima de la plasmación efectiva de sus ideas. El problema no es que lo útil sea un valor de apreciación en cualquier ámbito de lo humano, sino que sea el único valor a considerar.
Dado el pensamiento imperante en nuestro tiempo, resulta impertinente declarar en público que son más importantes las personas que la competitividad de las empresas. Abriéndose hueco entre las grietas generadas en esa forma de pensar, intentando hacerlas un poco más grande, Nuccio Ordine exuda erudición desgranando clásicos de la literatura y la filosofía en búsqueda de esa quimérica utilidad de lo inútil que promete el título de su manifiesto; inutilidad que no es tal, ya que sería presuponer que está carente de cualidades o uso: la cultura humanística, si es que no directamente humana, sirve para conectar con aquello que habita más profundamente en nosotros. Cuando leemos a los clásicos sentimos como si tocaran cuerdas que no sabíamos que estaban ahí, remueven nuestras consciencias y nuestros corazones, haciéndonos sentir tocados por una mano bruja que nos conduce hacia otra parte más íntima, más profunda, de nosotros mismos. La cultura es el espejo donde podemos observar aquello que no podemos ver en nosotros mismos.
Si decimos «cultura humanística, si es que no directamente humana», es porque Ordine acaba defendiendo lo evidente: la ciencia también es parte de esa cultura, perjudicada a su vez por el utilitarismo contemporáneo. La ciencia es parte esencial de la cultura, del sector defenestrado en favor de actividades más rentables económicamente hablando. Las matemáticas puras, cuyo interés es el descubrimiento abstracto, o la ciencia básica, que es un sustrato de conocimiento que no necesariamente tiene que tener aplicación alguna, son formas que no sólo comparten la completa despreocupación por el beneficio económico inmediato de las humanidades, sino también algo más: la búsqueda del «por qué» de las cosas. El descubrimiento de todo aquel conocimiento que, en primera instancia, nos es velado por las circunstancias.
Es lógico entonces que Ordine tenga cierto prejuicio efectivo, incluso cuando no se percata de ello. Defiende los clásicos como algo inalcanzable, una verdad áurea, cuando debería situarlos a la altura del suelo; ni son entidades inaccesibles ni es lógico alimentarse sólo de clásicos. Las obras de hoy son los clásicos del mañana. Por eso, en su defensa enconada, también aleja a las personas de lo inútil, haciéndolo ver como una necesidad imperativa. La literatura, la filosofía, la ciencia y las matemáticas comparten la búsqueda del «por qué», la satisfacción de la curiosidad de las personas, no la búsqueda de un beneficio inmediato, sólo que de orden ético-moral en vez de económico.
Sentimos curiosidad por lo bello, por lo extraño, por lo que no comprendemos, porque está más allá de nuestra experiencia inmediata; lo inútil es lo incomprensible, lo incontrolable, aquello que no se nos da en el entendimiento en primera instancia, sino que es necesario desentrañarlo en el juicio: es aquello que sólo podemos comprender después de pararnos, respirar hondo y reflexionar sobre lo que hemos vivido. Es un proceso de introspección. En la utilidad de lo inútil se encuentra el germen del mundo, toda posibilidad de conocer nuestro entorno, en tanto oportunidad de pararnos durante unos minutos para reflexionar sobre todo cuanto nos rodea.
La cultura no es mero entretenimiento, fuente de beneficio económico o prestigio social, sino una manera de comprender mejor el mundo que nos rodea. Lo cual nos incluye a nosotros mismos.
Muy buenas, Álvaro.
Tiene usted un email mío en su dirección de contacto pero desconozco si le llegó.
Un saludo.
Hola, Guillermo
Llegó y ha sido contestado cuando he tenido ocasión. Perdone por la tardanza.
¡Un saludo!