El mayor problema de la literatura de género no es la sospecha que se sostiene contra ella en tanto menor, sino la facilidad con la que sus defensores le atribuyen características que amputan toda posibilidad de ser considerada de otro forma. Al esgrimir como atributos de valor lo que no pasan de ser aspectos propios de toda ficción —el escapismo, la diversión, la imaginación; como si el resto de la literatura, pretendiéndola elitista, naciera de una imposición vaciada de todo gozo — , lo único que consiguen es devaluar en toda medida la posibilidad de considerar que los géneros trabajan materiales nobles. No es, por tanto, que sean per sé géneros de un valor reducido como que, al defenderlos como tal, se impone esa visión de forma generalizada aunque sea, en último término, incierta.
Hablar de Jim Thompson es hablar de un escritor ya no de novela negra, que lo es —afirmar que trasciende la novela negra es algo a lo que, de entrada, renunciamos: todo es género, nadie trasciende el suyo hacia un hipotético parnaso de pureza, de literatura literaria—, sino de un maestro del uso de la construcción psicológica en el ámbito narrativo. Al acercarse a 1280 almas se comienza disfrutando no por paladear algo profundo o trascendente, sino por encontrarse con el uso generalizado de las herramientas de lo abrupto y lo tajante: el exabrupto y el taco, el enredo y el absurdo, son las propuestas básicas sobre las que cimiento toda lógica noir de un mundo donde, presuponiendo la existencia de cerebros, nadie sabría definir el término «honrado» sin necesidad de consultar al diccionario; en realidad, la mayoría ni siquiera se dignarían a mirarlo: se inventarían una definición adecuada, o lo que se les antojara tal, sobre la marcha. Si entre pillos anda el juego, tendríamos dos opciones: dejarnos llevar por el maremágnum de sordidez humorística hasta acabar demasiado enfangados en mierda como para reír sin ahogarnos, o intentar descubrir algo más profundo que el simple tratamiento de un guión de cine a espera de encontrar un director que le dote de personalidad. Como nada puede crecer sin interior, exploraremos la segunda enredada (sensualmente) en la primera.
Aceptando la necesidad de entender el contenido desde lo estructural es cuando llegamos a poder afirmar que es una novela, en cierta medida, psicológica. «Yo sólo soy un sheriff del sur» —dice Nick Corey. El estúpido, vago, ingenuo y un punto encantador Nick Corey. Casado de rebote con una arpía y manteniendo una cohorte de amantes por encima de sus posibilidades, ha conseguido edificarse una vida a la medida de sus propias necesidades: jamás nadie le ha visto dar un palo al agua, porque no le ha hecho falta: tiene enganchadas del cuello a las 1280 almas de Potts County. Novela psicológica porque, si nos fijamos en el desarrollo que ocurre en el personaje, comprobaremos que el mérito de Thompson es ahondar en una psique maquiavélica; todo cuando hace es un plan urdido a la perfección que nunca nos es explicitado: incluso su comunicarse como un lerdo aneuronal cuando es el único que conoce el término «honrado» sin visitar el diccionario— o su evidente comportamiento inmortal conocido de forma pública, son estrategias que utiliza para alcanzar y mantener un puesto que le es propicio; Nick Corey es una mente brillante, criminal en el sentido más prosaico, que en manos de su autor se convierte en una bomba de relojería no para sí mismo, sino para quienes le rodean. Su mente criminal no lo es por las necesidades de la pobreza o el mal por el mal clásico del género, sino por la búsqueda de una comodidad amoral perfectamente equilibrada.
¿Cómo consigue hacerlo Thompson? No remarcando lo malvado o planificador, sino dejándolo ver a través de sus monólogos internos en los cuales nos va conduciendo por sus procesos mentales ocultos, ocultos como para que ni él mismo termine de conocerlos; es casi subconsciente y, hasta que actúa, ni él ni nosotros tiene claro cómo o por qué será el resultado de sus acciones. O si aceptamos el componente metaliterario, nos engaña haciéndonos creer que no lo sabe. También exploramos su mente por lo que otros afirman de él, ya que cuando le afean que hable como un paleto cuando tiene una lengua de oro es cuando se nos hacen evidentes varias cosas: cuando se jactaba de ligar por agraciado, debería hacerlo por su pico dorado; cuando actúa como imbécil, es porque a éstos les gusta ser tratados por iguales.
Novela psicológica porque ahonda con profundidad y sencillez en una mente torturada y tortuosa que actúa como agujero negro que sólo consume y expulsa mierda adaptándose de forma perfecta a cualquier cambio acontecido en su entorno. Agujero y géiser de las miserias humanas, por demasiado humano. Reducir tal disección al mero nivel del crimen, de aquello que acontece propiciado por su mano, sería hacer de menos a una novela cuyas preocupaciones se construyen a través de la tensión entre lo que acontece, el crimen, y lo que trasciende, el juego de sombras chinescas. Los crímenes sirven como leit motiv, presunción de acción, pero la construcción se constituye en ese personaje enrarecido, más bien cabrón, que por nombre gasta Nick Corey.
He ahí el auténtico valor de la literatura de género: no necesitar ser trascendida, sino que su fandom deje de defender sus crímenes como sus únicas virtudes patentes.