The Magician and The Snake, de Mike and Katie Mignola
El hombre, desde el principio de los tiempos, ha temido a la muerte. Esto, que es completamente natural, viene dado por el hecho de que la muerte nos da la sensación de ser el cese de todo lo que ocurre en el mundo de nuestra mano, que según expiremos, casi automáticamente, dejaremos de existir. La muerte está generalmente asociada con el hecho de la desaparición, de la inexistencia; en un momento dado existimos, poseemos el estado de la vida, y en otro morimos, no somos nada. Una posible solución de esto nos la daría Hegel al afirmar que el problema es creer que poseemos la muerte, como si poseyéramos la vida, que son contingentes, cuando en realidad son realidades necesarias: la vida y la muerte no son un derecho, son una contingencia que podría no haber sido nunca, pero son. En tal caso, y por pura inferencia, entonces la vida y la muerte no tienen mayor sentido que el de su propia existencia, sólo en como se viven se puede encontrar alguna significación ulterior que les dote de sentido.
Aunque lo anterior pueda parecer predicar ante conversos, pues cualquier persona tiene más o menos claro esto ‑aunque, a menudo, no lo parezca‑, esa creencia nos hace pasar por alto algo: ¿la muerte es la destrucción, el paso hacia la inexistencia, del ser? Esta pregunta, que sólo tienen que hacerse (algunos) filósofos y (todos) los padres, serían precisamente la que plasmarían con su respectiva respuesta cuando la hija de ocho años de Mike y Katie Mignola cuestionara esta realidad ontológica tan básica. A saber: un mago y una serpiente. El mago es un buen mago, hace desaparecer las cosas, pero en el momento que estas reaparezcan el expirara de la vida de forma definitiva; la serpiente ama ‑como amigo, como mentor, como igual; lo desconocemos y no es importante: lo ama- de forma radical al mago, por eso busca de forma taxativa la manera de impedir que reaparezcan estos objetos. Pero no puede. Como ya hemos dicho la muerte es totalmente contingente ‑al hacer desaparecer objetos, cuando aparezcan, éste desaparecerá- pero nunca necesaria, por lo tanto la pregunta más procedente no es ¿por qué morimos? sino ¿por qué tenemos que morir? No es necesario, y sin embargo, morimos, ¿por qué?
Morimos, esencialmente, por una cosa: porque ha llegado nuestra hora. Por supuesto siempre cabe que nos maten o que suframos un accidente, pero en la mayoría de los casos la muerte no nos es dada, sino que nos es supuesta; la muerte no es algo ajeno del hombre, es algo que está siempre presente en él en todo momento. Que triste, ¿verdad? Pensar que uno edifica una vida, la aprehende con todas sus fuerzas, la conforma en diferencias formas y motivos para acabar, un día, expirando sin más. Por fortuna no es así. La muerte carece de cualquier clase de sentido pero, como ya hemos dicho, la vida también. Cuando pretendemos preguntar cuales son las causas de la muerte es absurdo preguntar cuales son las cosas de la vida, son inherentes a la existencia humana. ¿Qué valor tienen entonces? Ninguno. La vida y la muerte son momentos, cambios de estadios en la forma de la existencia, y por ello, en palabras de Spinoza, en nada piensa menos el hombre sabio que en la muerte. Los niños, que son muy sabios, no piensan al respecto de la muerte, sino que preguntan sobre qué hay después de morir.
Por favor, guarden sus argumentos teológicos: esto no trata de eso. Cuando un niño cuestiona que ocurre cuando una persona muere no está preguntando si va al cielo, pregunta exclusivamente por qué es la muerte, que significado tiene en sí mismo. Si el hombre sabio en nada piensa menos que en la muerte es porque no hay nada que pensar en ella, es puramente contingente, y por ello la pregunta sólo tiene el valor que se le puede conferir al respecto de ella: todo lo que se diga con respecto de la muerte es falso, pues no hay una Verdad oculta detrás de ella.
Sigue siendo muy triste la respuesta, ¿verdad?¿Cómo le vamos a decir a la pequeña Mignola que el mago se muere sin más y la serpiente se queda muy triste allí sola? Por fortuna, es diferente La Verdad que la verdad, no es lo mismo una verdad absoluta que una verdad contingente. La humanidad, en tanto pura contingencia, no puede capturar realidades absolutas per sé, o no más allá de su intuición, por eso se mueve bajo la codificación de los términos de la naturaleza bajo los propios códigos de su razón. Por ello, ante la muerte, debemos decir que ocurren, esencialmente, dos cosas: no dejamos de existir y la experiencia del ser continúa en la memoria del otro. Volviendo al mago, cuando este muere, el no deja de ser en tanto que la serpiente siempre le recordará y que la estatua de ambos que hay en el palacio siempre será visible: en tanto hay algún rastro de su existencia ‑material o inmaterial; de la experiencia o de la genética- nunca se deja de existir del todo, siempre se está presente. Pero además todo aquel que haga desaparecer objetos en un futuro estará, esencialmente, copiando lo que ya antes hizo el mago y, por pura extensión, éste estará en los actos de aquel que le sucede.
Ahora está mejor, ¿verdad, pequeña Mignola? Claro que sí, dulzura. Como tus papas te han enseñado, y como nos han recordado a los adultos, no tiene sentido preguntarse por la muerte porque es algo sin sentido, un simple cambio de estado en el ser que, quizás, nosotros no podamos comprender como tal pero es así; cuando morimos, no dejamos de existir, es sólo que nuestras acciones y pensamientos ahora se realizan a través de las acciones y pensamientos de aquellos que siguen nuestro legado. Por eso, no penséis en la muerte, ¿a quien le importa la muerte? Lo importante es la experiencia: hay que procurar hacer de ésta algo digno de ser vivido, darle un significado a la vida a través de vivir como consideramos que debe ser experimentada la vida. La vida y la muerte son universales contingentes, olvídalas, sólo merece la pena reflexionar al respecto de como hacer día a día nuestra experiencia mejor.