I. Introducción. La identidad de Robo/Cop
Donde comienza y donde acaba la identidad de un objeto dado es una de las problemáticas más complejas que cabe plantearse ante cualquier análisis, que se pretenda más o menos riguroso, de la realidad. Delimitar que es un humano y que es un robot es increíblemente complejo, pero en realidad no deja de serlo menos que la delimitación que intenta discernir en que situación se sitúa la relación autor/seguidor, creador/receptor, obra/derivado o cualquier otro binomio, siempre artificial, que queramos sostener en una separación neta más o menos estricta a partir de los cuales ser estudiados. Pero esto es así en la medida que toda esta separación de la identidad se basa en un nominalismo frágil, uno que nunca alude stricto sensu a las conformaciones materiales que nombran; si entre el dicho y el hecho hay un trecho, como dice el castizo dicho popular, podemos decir que entre la denominación y la identidad, también.
Es por ello que aquí, por una vez, no me limitaré a mirar la identidad única de un determinado fenómeno sino que, al más puro hegeliano, intentaré sintetizar el espíritu absoluto que anida dentro de sí: esto es el (intento) de una síntesis de la realidad ulterior que se sostiene más allá de Robocop. Para ello, como en cualquier buen ejercicio de síntesis, me dejaré llevar por lo que en cada obra vaya produciendo reminiscencias para intentar articular este discurso total, aunque no totalizador ‑pues para que se diera tal totalización necesitaríamos discernir todos y cada uno de los subproductos de Robocop, cosa que se nos presenta, en el mejor de los casos, como un imposible‑, a través del cual podamos conocer el espíritu absoluto del policía robot. O, al menos, lo más parecido a un hipotético espíritu absoluto que, probablemente, sólo existirá en la mente de los hegelianos. Y, para ello, plasmaré la evolución la identidad de una obra de ficción a través de los vaivenes que sufre en su cópula con otras identidades (reales o no) en su tránsito sumarial por los abruptos caminos de la cultura humana.
II. Robo/Verhoeven. La identidad del hombre máquina.
Una de las problemáticas primeras de una película como la que nos ocupa es como definir la identidad del hombre tras las placas de acero: es un hombre que ha muerto, que sin embargo vive de forma autónoma en una nueva conformación del ser basada en la tecnología. Aquí la hibridación del hombre y la máquina parece mediación necesaria (John está muerto, Robocop está vivo) por lo cual la identidad se diluye de una forma radical: la humanidad es puesta en cuestión, pues ya no hay una vida en sí que lo sostenga. Esta visión se problematiza en cuanto caemos en la cuenta de que el personaje no sólo está determinado tecnológicamente, sino que además ha sufrido un radical borrado de memoria además de estar asistido por un ordenador, lo cual hace que su voluntad sea libre sólo en la medida que atiende a las cuatro leyes básicas que se le han aplicado como método de comportamiento normativo. Esto produce que lo que para todos los demás son normas sociales (Cumplir la ley) o normas profesionales (Hacer cumplir la ley) en él son imposiciones legislativas que no pueden ser violadas, siendo así una legislación estricta y no una mera normatividad. La problemática de la identidad de Robocop es, pues, doble: John como identidad murió al ser borrada su memoria además de condicionado su juicio y es más robótico que natural.
El primer problema, la muerte de John, no es tal porque, de facto, aun cuando ha perdido su memoria el sigue siendo él; en tanto cabe la oportunidad de que recuerde quien era, de que pueda reconstruir su identidad, aun cuando sea en otro cuerpo y en otra conformación de sí mismo, John es John y no (sólo) Robocop. Es por ello que no nos importa, o no nos debería importar, que John sea humano, cyborg, robot, IA o gallina clueca porque, de facto, él es él en tanto se identifica como sí mismo: la muerte es sólo un estado de la materia de la cual vuelve en una conformación de identidad nueva: John es John, y John es Robocop.
Todo esto nos es contado durante la película de una manera exquisita a través de ráfagas de violencia y pura actitud badass en un personaje que nunca puede dejar de molar, que está siempre completamente on fire, lo cual no es una concesión gratuita al divertimento dentro de la película ‑y aunque lo fuera, no sería negativo-: la actitud del personaje, su malotismo, le hace ser una entidad identificable por su compañera policía. Esto, que no deja de ser un detalle que confiere a la película el punto socarrón y macarra que necesitaba cualquier buen blockbuster de acción de los 90’s, justifica de una forma fabulosa cada uno de todos los detalles que confieren una identidad identificable de John: siempre hace juegos con la pistola, adopta posiciones chulescas, dispara con una sola mano, siempre choca el chasis del choque en las rampas de los aparcamientos, etc. Y, además, todo esto no es una cábala basada en querer ver pequeños detalles que justifiquen una teoría, es que de hecho está ahí presente a cada momento en el montaje. Todos y cada uno de estos momentos está enfatizado, en mayor o menor grado, para producir la sensación constante en el espectador del hecho de que John es ahora Robocop, pero sigue siendo John porque sigue actuando como John.
La magia de Robocop es su montaje: no fuerza la maquinaría, hace que todo sea tan sutil, tan medido y bien calibrado, que sea dificil percatarse de algunos de esos detalles por la elegancia con la que están tratados; Paul Verhoeven dirige nuestra mirada, pero nunca desdibuja en subrayados excesivos esa dirección. Es por ello que el final de la película, donde se nos demuestra que la superación de los códigos normativos no eran necesarios porque, de facto, John ya los tenía impresos en la mente como leyes ‑o, lo que es lo mismo: para John la venganza no es más importante que hacer cumplir la ley‑, se define por una simple pregunta: ¿cómo te llamas, hijo?. Si hasta el momento hubiera contestado Robocop, ahora deshecho de su casco metálico, sólo cabe una respuesta adecuada, exactamente con la misma que acaba la película, y con la que se eliminan todas las problemáticas de la identidad que hasta ahora se han fundado: John.
III. Robo/Empire. La identidad de la venganza a través del montage.
Aunque Alec Empire sea famoso esencialmente por su música, contenida en altas dosis de destrucción y política, también es un muy interesante videoproductor (faceta que me descubrió Jesús Rocamora) que practica nuevos montajes (de fan) de algunas de sus películas favoritas insertando sus composiciones para crear una nueva contextualización de las mismas. ¿Por qué lo hace? Porque aquí la posición del fanático y del creador se diluye de forma sistemática: aquello que se ama con fruición, hasta el auténtico fanatismo, se desea; quien ama realmente a Robocop ‑y quien dice Robocop, dice cualquier otra conformación cultural- no se conformará sólo con disfrutar de las aventuras perpetradas por su autor si no que se involucrará activamente en su proceso de articulación de realidad. En tanto hablamos de una conformación cultural, realizamos una crítica, articulamos un discurso a través de ella o creamos una obra derivada estamos originando una expansión del universo identitario del personaje.
En el caso que nos ocupa ahora, el Robocop de Alec Empire, nos encontramos que lo que realiza es un montage a partir de obras ya conocidas: aúna, remonta y dispone un discurso nuevo dos composiciones diferentes (Robocop de Paul Verhoeven y Destroyer de Dr. Moog) a través de las cuales articula una nueva conformación identitaria de Robocop. Aquí no encontramos la búsqueda de la identidad perdida de un hombre, cosa que de hecho es el montage en sí, sino que es la lucha de un hombre robótica contra aquellos que le mataron buscando una venganza poética, que además se entiende de forma autónoma, aunque de forma más confusa, que la original. Aunque es una forma de contar la misma película de otra forma, sin abordar una perspectiva nueva, el gran mérito de éste montage es demostrar como se puede contar lo mismo usando otras herramientas diferentes: están ahí de nuevo los tropiezos del coche y el bad-ass pero, por su brevedad, el discurso se sostiene en la combinación de los recuerdos -leit motiv que ya nos define a Robocop como John; no es robot per sé, ya de entrada es un humano robotizado pero aun humano: los momentos de desvencijados bailes involuntarios de Robocop sólo son otra pauta más con la que enfatizar esta idea.- y la selección de la canción y los samplers que aluden a la completa destrucción del enemigo.
Si el Robocop de Verhoeven se definía a través de un montaje cuidado que dirige la mirada pero invisilibiza el andamiaje que la dirige, el Robocop de Alec Empire es la mano que va señalando de forma constante todos los detalles que se han retocado para plasmar la idea exacta que intenta transmitir. En cualquier caso, el interés radical de esta conformación, es ver como efectivamente el discurso en ambos casos es mimético y sólo diferenciado por la delicada cuestión de la elección de la forma de representación: ante la elegancia del montaje de Verhoeven, la compleja brutalidad de Alec Empire.
IV. Robo/West. La identidad del mundo (real) como fagocitación.
El creador inventa conformaciones primeras de la ficción y el fan las expande, ¿qué hace entonces la realidad cuando estas se expanden ad nauseam? Las normaliza convirtiéndolas en parte de su identidad, del zeitgeist particular de su tiempo. En este caso sólo tendríamos que acercarnos hasta el muy popular Kanye West para ver como, de hecho, ha dedicado una de sus canciones a RoboCop no como identidad en sí sino como una abstracción de ideas que delimitan una cierta connotación especifica del modo de ser-en-el-mundo basada en la mímesis de los rasgos distintivos de Robocop.
Cuando habla de que su chica se comporta como Robocop alude primero a que te mueves como un robocop, aludiendo a la pura materialidad, pero no tarda en hacer referencias constantes hacia todas las posibles conformaciones de la realidad de él mismo: está toda la noche como de patrulla, se mantiene fría y distante, parece ignorarle y sus movimientos son toscos y limitados; ella es exactamente Robocop. De éste modo, llamar a alguien Robocop es una metáfora amorosa a través del cual se puede definir a una clase de persona joven que se pasa el día de fiesta y no comprende que sus actos hacen daño al corazón nerdie de su estable y menos concupiscente amor. La definición de West, aunque se base en un completo vaciamiento de la obra original y en el uso del nominalismo del personaje como un lugar común de nuestro zeitgeist, describe de forma exacta la visión que se tiene de Robocop (en tanto robot) cuando se habla de él en la mayor parte de la película de Verhoeven: no es que no sea humano, es que se comporta de forma deshumanizada.
Pero, ¿no habíamos quedado hasta ahora que Robocop es, precisamente, una identidad falsada que escondería dentro de sí la humanidad de John? Y es, de hecho, es así también en la canción de West. Cuando el canta que ella es un Robocop está aludiendo a la necesidad no de que cambie, que de hecho no se lo pide, sino de que deje salir al John, al ser humano necesitado de afectos, que está detrás del adoctrinamiento de acero que le mantiene alejado de él. Es por ello que, a su manera, y llevándolo hacia la problemática de las nuevas generaciones, West conforma exactamente el mismo discurso que Verhoeven y Empire sólo que desde otro aspecto completamente diferente: traduce a otro campo (la música), otro tiempo (los 00’s) y otro espacio (la realidad urbana de la juventud) exactamente la misma historia; todo cambia, sólo la identidad, Robocop, permanece. Por ello, lo que parece sólo una agradable canción de pop, pronto se nos demuestra como un auténtico discurso que actualiza la figura de nuestro robótico compañero traduciéndolo en otros códigos que dejan intacta su identidad no por el uso de su nombre, sino por el respeto absoluto por la idea última que subyace detrás del personaje en sí: el paso desde una actitud alienada hasta la ontogénesis de un ser-humano-para-el-otro.
5. Conclusión. La síntesis final de Robo/Mortem
Si pudiéramos decir que existe un espíritu absoluto de Robocop ‑que, de hecho, como no somos hegelianos ninguno de los presentes (o eso espero, que miedo si no) es absurdo- entonces deberíamos decir que el espíritu absoluto de él se manifiesta en mi persona, y más específicamente en este texto. Con Álvaro Mortem ha llegado el fin de la Historia de Robocop. Como, por fortuna, no soy hegeliano, no puedo cometer la osadía de plantear que, efectivamente, aquí se defina alguna clase última de final ulterior. Pero sin embargo si puedo decir que aquí se ha definido una síntesis última a través de la cual podemos ver la ontogénesis y disolución de la diferencia de varias conformaciones de identidad: Robocop/John, fan/creador, montaje/montage.
Esta descomposición, producida por la interacción profunda entre ellas que produce que se hagan necesariamente codependientes, demuestra que toda identidad sólo se da en el doble juego de interpretación que se produce en el vaivén de sus pares que no son tales. Si pretendiéramos que un servidor hubiera traído el fin de la historia (de Robocop) entonces tendríamos que suponer que esta entrada define toda realidad ulterior última del personaje, lo cual es falso por definición: la realidad ulterior, el espíritu absoluto, de Robocop está de forma discernible constante en cada una de las conformaciones que se han producido de éste. Ese es su poder. La identidad de Robocop, en último término, se ha convertido en un arquetipo mítico en eterna fuga que se puede resignificar en toda clase de nuevas formas culturales sin llegar nunca a su agotamiento, a su fin absoluto, porque de hecho él mismo no es más que la imagen-fuente a través de la cual se bebe constantemente para redefinir una cierta clase de arquetipo, una cierta clase de hombre que se descubre como tal. Por ello todo lo que hemos visto aquí es la invención de un arquetipo, Robocop, el hombre que encuentra su auténtica (id)entidad para-en-el-mundo, a través de diferentes procesos a la vez que, veíamos, que en ellos se descomponían nuestra idea de que los creadores, en realidad, no somos todos.